Me ha gustado mucho, con la excepción de la última parte de la novela, que me ha chocado más. Como novela realista, tirando hacia el realismo mágico, funciona. Como novela fantástica, quizás no tanto, sobre todo porque el elemento fantástico en sí aparece tarde.

La voz de Rob está muy bien definida, y los personajes se hacen querer. Además, se nota el mimo con el que se ha construido el mundo en el que viven.

Si se busca algo sencillo, relajante, con un punto de costumbrismo y otro de magia, es la novela adecuada. ( )

El mar, el mar. Desde hace tiempo, cada vez que escucho o leo esta expresión no puedo evitar pensar en la exclamación de los diez mil griegos al divisar el Ponto Euxino en su huída de las llanuras persas. Un grito que contiene toda la añoranza del hogar y la ensoñación de lo más hermoso que nos ata a nuestra casa.

Bonito pensamiento, me diréis, pero ¿qué tiene que ver con el libro de Patricia García-Rojo?

Posiblemente, nada o quizás todo.

Porque la historia y el mundo en el que se desenvuelve Rob, el protagonista, conforman algo muy cercano a esa imagen idealizada de comunidad, de hogar que podrían sentir esos griegos que gritaban “El mar, el mar”.

Narrado en primera persona -un Rob, que transcurrido un tiempo, al mor de la lumbre, hace balance de lo que le ha pasado-, El mar compone no tanto una peripecia vital y de maduración, que también (como toda aventura que se precie), sino más bien la recreación de un ideal, de una forma de ver el mundo: la de la sociedad los tejados.

En este libro anida la firme convicción de que la bondad innata del ser humano sobrevive, y hasta vence, a cuantas dificultades surjan: del cataclismo de un tsunami inexplicable -que en otras manos hubiera devenido en una visión apocalíptica a lo Water World- a una vida sencilla en la que prima la humanidad y la solidaridad, una vida más plena que todo lo que han dejado atrás.

Es por ello que la supuesta trama principal se diluye en la narración y ocupa un espacio casi mínimo, siendo mucho más importantes, por ejemplo, las acciones de Rob para remediar las consecuencias de sus actos -daños colaterales que bajo otra óptica, en otra voz, hubieran devenido en castigo- y restablecer el equilibrio en la comunidad u ofrecer una segunda oportunidad incluso a aquellos que quizás no se la merecen.

Esa convicción con que plasma la bondad y la comunidad de los tejados, llena de la cálida luz de un veraniego atardecer en Fuengirola -a nadie se le escapa la presencia e influencia del Mediterráneo-, hace que el libro se sienta vivo, que todos los personajes que por él navegan sean cercanos y muy cálidos (Rob, Gabriel, Rafa, Natalia, Marcos, Mamá Medusa, Lana, Gino, Bruno, Lolo, todos ellos) en apenas unas líneas. Y es que la autora con ese diálogo casi íntimo, con algún deje poético incluso, pero bien ceñido a quien es el protagonista, economiza muy mucho la narración y se centra en lo que realmente le importa: la voz y la visión de Rob.

Se podrá objetar que el libro ofrece un tono demasiado naif o infantil, impropio de nuestros tiempos, o que el recurso a la magia -y no diría realismo mágico como otros han afirmado- es algo facilón. Sí, podríamos discutirlo, pero afirmo que es una elección consciente, Patricia prefiere dejar atrás el drama, la vileza o la mezquindad y nos propone que hagamos lo mismo.

Yo, al menos, estoy dispuesto a seguirla en la idea. A medida que los años se cumplen en mis hijos me siento cada vez más cerca (y necesitado) de la conexión vital que nos propone en El mar, de la necesidad de reivindicar una inocencia (podríamos llamarla así) que estamos demasiado dispuestos a malvender en cualquier momento.

El mar pasa a ese catálogo de libros hermosos, llenos de bondad, de optimismo, como Momo, que debemos leer de niño y continuar haciéndolo según cumplimos años, no vaya a ser que se termine de pudrirnos el corazón. ( )